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Portugal y el mensaje de
Fátima
Las apariciones de Fátima que dan
comienzo el 13 de mayo de 1917 se inscriben en un contexto histórico y
geográficos muy concretos: el Portugal de inicios del siglo XX con una
sociedad mayoritariamente rural y con una secular tradición católica.
Todo un contraste con otro Portugal, cuyos primeros balbuceos datan de
los tiempos del despotismo ilustrado y en el que tanto la política como
las corrientes ideológicas y culturales en boga persisten en alejarse
del catolicismo para adherirse a visiones del mundo dominadas por el
positivismo, el cientificismo y toda clase de utopías que pretenden en
basarse en la confianza ciega en la razón humana para construir
sociedades perfectas. En el país luso han calado las ideas que vienen de
Francia, acaso mucho más que las que proceden de la tradicional aliada
británica, y el resultado es una combinación de republicanismo
mesiánico, laicismo agresivo y anticlericalismo. La República implantada
en 1910, tras una azarosa algarada militar, es el punto culminante de
una deriva que se venía venir de lejos, cuando la monarquía de los
Braganza alcanzaba cotas de insensibilidad e impopularidad. Los tiempos
serán difíciles para la Iglesia aunque la hostilidad de los poderes
constituidos no llegue hasta los extremos del México revolucionario o de
la España republicana. Por si fuera poco la I Guerra Mundial, en la que
Portugal participa junto a los aliados, proporciona más sufrimientos a
un pueblo cuyos hijos van a morir en el fango de las trincheras de
Flandes. El horizonte de 1917 amanecerá con nubarrones todavía más
sombríos: llegará la revolución bolchevique cuyo ejemplo hará también
correr la sangre en el Portugal de los años inmediatamente posteriores.
Se vivirán momentos de locuras colectivas en el que las ideologías
totalitarias o la mera volunta de poder atentarán contra la dignidad
física y espiritual del ser humano.
En este sombrío escenario se producen las apariciones de Fátima, una
revelación particular que la Iglesia reconocerá en muy pocos años y que
demuestra la persistente providencia de Dios en todos los tiempos.
Estamos ante una revelación privada que no se aleja sino que confirma el
mensaje esencial del Evangelio: la llamada a la conversión. Es lo más
importante porque el cristianismo no está llamado a edificar el reino de
este mundo pues los cristianos no tienen ciudad permanente. Toda
interpretación en sentido político, sea de uno u otro signo, está
llamada a fracasar y termina por ser un espejismo temporal. También el
Portugal de los años siguientes a las apariciones pudo creer que había
entrado definitivamente en una era en que reinaba el orden y se
multiplicaban las manifestaciones exteriores de la fe católica. Eran los
tiempos de un régimen encabezado por un antiguo seminarista llamado
Antonio Oliveira Salazar. Como es sabido, todo terminó con revoluciones
políticas y sociales que introdujeron bruscamente a los portugueses en
la era moderna y aun en la posmoderna de tal modo que la sociedad lusa
vive hoy algo parecido a una crisis de identidad en la que muchos han
arrumbado sus raíces para adherirse a una forma de vida en la que sólo
cuenta el eterno presente de lo material. No se puede negar que para
algunos portugueses Europa –o mejor dicho una cierta idea de Europa- ha
sido más instrumento de desarraigo y frustraciones que de esperanzas. A
esto se añaden los desafíos sociales y económicos de la globalización
ante los que el pequeño Portugal no parece tan preparado con sus
infraestructuras humanas y materiales. En este Portugal ¿queda todavía
lugar para el mensaje de Fátima?
A decir verdad no son pocos, dentro y fuera del país, los que asocian el
mensaje de Fátima a formas de religiosidad tachadas de primitivas y de
otro tiempo: peregrinaciones, rosarios, velas, cánticos, peticiones...
Un cristianismo supuestamente adulto y deseoso de calado teológico
consideraría que esas imágenes cargadas de sentimiento –o de
sentimentalismo- en muy poco se corresponderían al mensaje cristiano. Si
a esto añadimos las especulaciones y esoterismos que han florecido
paralelamente a la existencia del tercer secreto de Fátima, se entiende
que algunas mentalidades cristianas no se sientan demasiado entusiasmo
por el santuario portugués... A lo mejor han olvidado que María es
llamada consuelo de los afligidos. Pero esos ramalazos de “racionalismo”
cristiano olvidan que la fe sigue siendo el patrimonio de los sencillos
más que de los sabios y entendidos. Las apariciones de la Señora de
Fátima se dirigieron no a doctos teólogos ni a esforzados benefactores
sociales sino a unos niños que pastoreaban rebaños de ovejas. El mérito
de Lucia, Jacinta y Francisco no consistió en haber sido agraciados con
una aparición celestial sino en aceptar el mensaje de oración,
penitencia y llamada a la conversión. Fue entonces una provocación en el
ambiente social y político enrarecido de la época que unos pastorcitos
dijeran que habían visto a la Virgen. No eran los niños los encargados
de hacer una teología de Fátima: dicha lectura teológica corresponde a
la Iglesia y en buena parte está todavía por hacer aunque Juan Pablo II,
tan devoto de la Virgen aparecida en Portugal, abrió un camino digno de
seguir. En ese camino no faltan los signos externos como la próxima
inauguración en el santuario de Fátima de una iglesia dedicada a la
Santísima Trinidad. Y es que el mensaje es profundamente trinitario, tal
y como señaló Lucía al referirse a la aparición del 13 de junio. Lo que
allí pudo contemplar, amar y adorar le acompañaría desde su vida de
infancia hasta el claustro del monasterio. Es lo que le llevó a escribir
muchos años después: “No deseo nada más, nada más ansío, el misterio
de la Santísima Trinidad es para mí el más bello recreo”.
El mensaje de Fátima, otra manifestación concreta del amor eterno de
Dios, no ha quedado desfasado en un tiempo en el que Dios parece haberse
eclipsado. Hay quienes proclaman, más con los hechos que con las
palabras, que Dios no tiene futuro. Sin embargo, don José Policarpo,
patriarca de Lisboa, recordaba hace algún tiempo que ese futuro se llama
Cristo, un rostro humano que quiere sentirse cercano al hombre. Es
precisamente el amor de Cristo lo que nos transmite el mensaje de
Fátima.
Antonio R. Rubio Plo
Historiador y Analista de Relaciones Internacionales
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