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La mala educación
Damos vueltas y más vueltas al
trasiego de nosotros mismos, tratándonos entre demasiados algodones,
ignorando las necesidades de los demás. Guillermo Urbizu.
Entre noticia y noticia, en el ir y
venir de nuestra apresurada vida, una de las cosas que más llama la
atención del buen observador es la mala educación de ciertas personas. Y
llega uno a creer que es un fenómeno lo suficientemente generalizado e
importante como para que merezca la pena reflexionar sobre ello. No
podemos ni debemos acostumbrarnos a los malos hábitos, anulando nuestra
capacidad de rectificación.
Lo que está mal estará siempre mal y nunca podrá ser algo bueno, por
frecuente o reiterado que esto sea. Todos -estoy seguro- podríamos
contar de casos concretos, pero pienso que lo positivo, lo que realmente
nos interesa es averiguar las causas, ver el porqué de un fenómeno tan
agresivo como poco justificable.
Tal vez una de sus posibles causas la encontremos precisamente en las
prisas, en el “no tengo tiempo para nada ni para nadie”, que
irremediablemente nos conduce a la infelicidad, a la deshumanización, al
descuido de los detalles, de todas esas pequeñas cosas que la mayoría de
las veces son las que nos procuran -a nosotros y a los demás- una
existencia más llevadera, una mejor calidad de vida. El apresuramiento
es mal consejero porque en él se difumina la reflexión, precipitándonos
en un acelerado sinsentido que nos distrae de lo fundamental y degrada
nuestra humana condición.
La mala educación prescinde del matiz, atropellando en su descortesía la
buena voluntad de aquellos que nos rodean. La mala educación es,
reconozcámoslo, fruto del egoísmo. Es dejar de pensar en los demás como
personas, para pasar a ver en ellas meros obstáculos que debemos
sortear. Cuando sólo importa el “yo” y “lo mío” es el centro de toda
nuestra actividad, podemos empezar a sospechar que en cierto modo
estamos fracasando en la vida.
En nuestra cotidianeidad no llegar a todo puede producirnos incluso
amargura (es verdad que nuestra sociedad no nos lo pone fácil), y la
amargura un constante malhumor. También la frustración incide en
nuestros gestos y palabras, volviéndonos ariscos, irascibles y
suspicaces.
Pero debemos sobreponernos a todo ello y saber estar. No son excusas el
carácter o un determinado estado de ánimo. Porque la educación no es
algo ornamental, de lo que uno pueda prescindir impunemente según la
conveniencia. Descuidarla afecta a la normal convivencia y por lo tanto
a la necesaria cohesión social.
Y es que damos vueltas y más vueltas al trasiego de nosotros mismos,
tratándonos entre demasiados algodones, ignorando las necesidades de los
demás. Quizá esa persona que tenemos al lado espera algo más que nuestro
grito o nuestro silencio. Tal vez espere una sola palabra, algo que le
lleve a ser mejor.
guilleurbizu@hotmail.com
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